jueves, 14 de agosto de 2014

El viaje




Era la primera vez que se enfrentaba a un viaje así. Había conocido muchos sitios, pero siempre movido por su inquietud. En esta ocasión salía de su rutina en la que hacía tiempo llevaba inmerso, impuesta por las lógicas visicitudes que le acaecían por su edad algo avanzada.

No necesitaría mucho equipaje. Total, estaba acostumbrado a la aventura de una salida inesperada; se consideraba un transeúnte del mundo, un superviviente ante lo inesperado. El recuerdo de otros momentos recogió en sus labios el mágico y placebo efecto de una sonrisa.

En la habitación, recogida con mimo, se adivinaba una gran paz. El haz de luz que se regodeaba en aparecer exultante por el gran ventanal anunciaba el regalo de un día brillante. 

Revisaba con expectación infantil la calle, aunque desde aquella estancia no habían unas vistas excelentes, ni tan siquiera buenas, pero le gustaba asomarse y disfrutar del escaso paisaje.

La espera se hacía tediosa, sin embargo causaba en él una inusitada curiosidad que hacía bastante no tenía. El viaje, no por previsto, era todo un misterio. Nadie le comentó nada del destino, tan solo una insinuación hecha a través de un amigo -antiguo compañero en el servicio militar que se ordenó sacerdote- le sugirió una travesía emocionante.

Sentado a los pies de su cama divagaba, como solía hacer acerca de todo y sobre nada en particular. Su universo en los últimos años se había convertido en un estado filosófico que sopesaba cualquier información que le llegase. Suponía que sería cosa de sus años. 

Soportando el hastío cerró los ojos, rememorando momentos pasados.

Un sopor le invadió y las escenas se hacían vívidas. Era como ver anuncios en la televisión, escasos momentos y mucha información. Regresaban en aquel sueño incluso olores, fragancias de otros tiempos. De su etapa más feliz las imágenes parecían detenerse, y creía captar gestos, palabras, que en su momento no observó.

Algunas estampas entristecidas también aparecían insertas en ese álbum imaginario de su ensoñación, una espiral de penas y lamentos. Le pareció aquello un etéreo confesionario y sintió la necesidad de ser perdonado. Sus ojos se enjugaban de lágrimas ante lo que veía; reconocía lugares, personas, sentimientos... ¡Sentimientos!  Por un momento dudó sobre si dormía o no. Eran tan reales aquellas escenas que le embargó una gran inquietud. La pesadilla era inenarrable, como si le pincharan en el corazón; sentía un dolor difícil de explicar.

En aquél sueño del que se envolvió aparecieron personajes de su vida que ya  hacía tiempo dejaron este valle. Ante él se revelaban vivencias pretéritas que le hacían suspirar; amigos del alma que se quedaron en ella cuando partieron al viaje sin regreso; vecinos de su infancia, familiares que lo adoraban, su primer amor... ¡Ay, ella!

La melancolía se hizo presente y dejó la huella de un pensamiento en blanco, ese que aparece cuando tanto nos evadimos que hasta el juicio se disipa.

Cuántas impresiones en sólo un instante. Salvo el temor. El miedo no hizo acto de presencia en aquél curioso collage de emociones. El inesperado recorrido onírico parecía ser algo así como un contrapeso. Daba la impresión de haber logrado algún tipo de  equidad. Como si se hubiese aligerado su existencia.

Abrió sus ojos y con recelo volvió su mirada hacia el luminoso tragaluz. Pensó cuán molesta era aquella enorme claridad que, de repente, se había adueñado toda la habitación. Cuando sus pupilas se hicieron a ella, notó que, en realidad, apenas le aturdía. Había sido sólo la sensación, el acto reflejo de protegerse ante la luminosidad tras lo oscuro.

Unos segundos de aturdimiento y repasó lo que su vista alcanzaba. Al posarla en la cama donde se hallaba sentado, una mueca de horror asomó a su cara; su piel se tornó pálida. Allí, donde estaba descansando, se vio moribundo. Un suspiro desde su boca sonó a despedida. 

Como si de una ola enfurecida que nos atropella  inesperada en la playa se tratase, todo giró a su alrededor con vehemencia. En aquella sala, otrora vacía, se congregaban sus familiares más próximos, mientras que su el sacerdote, su compañero, le colocaba en sus labios un negro crucifijo para que lo besara.

La visión de aquella escena dramática le conmocionó. En el viaje que iba a emprender no había billete de retorno. Le brotaron lágrimas. Qué extraño todo. 

Tuvo la necesidad de despedirse de cuantos lo acompañaban, pero supo que sería inútil. Aún con los dolores que lo habían postergado al confinamiento, comenzó a dar breves pasos de forma inconsciente hacia el gran ventanal, hacia esa enorme masa de luz que tanto le había llamado la atención. Al colocarse ante ella sintió ser absorbido. Era magnetismo puro.

Aquel resplandor... ¡Qué paz! 

Miró hacia atrás y contempló una vez más la imagen. Su cuerpo yacía inerte, y llantos plañideros eran el coro de la triste reunión. Alzó de nuevo la cabeza, y de forma incomprensible estaba inmerso en un imposible pasillo abstracto de un fulgor incapaz de ser imaginado. Nada le obligaba a no seguir adelante. No había equipaje. No existía peso. No habían ataduras, y mientras avanzaba una insondable felicidad iba envolviéndolo haciéndole olvidar el funesto cuadro del duelo. Ahora sí se sentía vivo. 

Tras de sí un manto de lágrimas, desasosiegos, desconsuelos, dramas, temores, iras, rencores de toda una existencia fueron relegados. Quizás, pensó, el infierno no era tan irreal. Puede que al mismo Demonio no le conveniese hacerle saber que ya vivía en él. 

Sabía que era el momento de dejarse arrastrar.

viernes, 8 de agosto de 2014

El pobre




La vida es un cúmulo de sucesos donde siempre somos interventores y lo que hacemos, o donde nos vemos involucrados, hace variar la línea que veníamos siguiendo.

Aquél indigente se sentaba todas las mañanas en la esquina de una cafetería con el único acompañamiento de una mochila desgastada por su uso. Como todos los que pasaban ante él, también tenía su propia historia; un camino con demasiados espinos y pocas rosas que le hacían sangrar.

Entronado en un pequeño cojín, pasaba las horas observando a quienes temprano en la mañana caminaban torpes hacia sus trabajos, los mismo que horas después regresaban aletargados, con el rostro como espejos de lo que la jornada les había deparado. En ocasiones, hacía tintinear las escasas monedas para llamar algo la atención. Sabía que la cosa no estaba para regalar dinero a extraños.

El pedigüeño se sentía sobrante en un mundo donde unos le temían, otros le enjuiciaban y todos transcurrían delante suya sin preguntarse quién era. Su realidad no era distinta a la de otros, cada día se levantaba para sobrevivir; cada nuevo sol era una tortura que le atormentaba y cada noche que dejaba al cerrar los ojos, un alivio.

Era un soñador engañado, pues de tanto abusar de las fantasías sufría la crueldad de abrir los ojos cada día. A veces, hasta sin quererlo.

En aquella esquina contemplaba cómo las horas le consumían, y se llevaban el poco orgullo que le iba quedando. Las jornadas donde el frío era obligado compañero, o aquellas donde el calor era sudario que cubría de salada humedad su cuerpo, esos donde la lluvia le obligaba a unas vacaciones forzadas, eran su condena.

En ocasiones perdía la noción del tiempo sentado inmóvil ante la pared, cegándose y ensordeciéndose de cuanto le rodeaba, entregándose a los recuerdos de otros tiempos. Cualquiera que se fijara en él notaría una melancolía que le otorgaba un aire de bonhomía insospechada. Esos instantes breves eran, sin duda, el bálsamo que aliviaba sus llagas. Imágenes de la otra persona que fue; otra vida, otros pensamientos y, sobre todo, con expectativas.

Qué distinto a cuando la consciencia era quien guiaba las evocaciones. Entonces aquél dulce etéreo se convertía en hiel. Ese futuro soñado se convertía, sin más, en el siguiente amanecer sin nada a cambio que aguardar.

Acarició su cara, se despejó y miró la bolsa hambrienta. Alguien se detuvo a leer la carta de meriendas que pendía del muro donde reposaba su espalda. Desperezado de su ensoñación, se dispuso a hacer caja

De las primeras vergüenzas al oportunismo. Aprovechó esa parada de los indecisos para rogarles alguna dádiva, a sabiendas que era un estorbo para una sociedad acomodada a la que el hecho de estar allí desagradaba. El tener que dirimir entre dar o no una moneda, era una decisión que se antojaba molesta.

Era la vida del pobre, pensaba. Vagando entre sinsabores, rebuscando las raspas de la solidaridad, dormitando bajo un cielo plagado de desconciertos. Y así cada día.

Sabía que alguna vez, cuando sus fuerzas flaquearan o algún mal resfriado le complicara la existencia, podría acabar como algunos de aquellos a los que conoció entre las miserias de las calles: guarecidos en algún portal, o bajo un cartón, sin aliento que expirar. Otro más de los que llenan las fosas sin nombres.

En tanto aquello pudiera acaecer, tenía la ruta establecida; invariable, porque cambiar no era importante, lo que interesaba era subsistir. Quizás un día cambie de ciudad, se planteó. Puede que alguien entonces se pregunte sobre aquél pobre.

Sonrió... Por primera vez oteó en su horizonte algo más que precipicios. 

Con la tranquilidad de no tener que dar explicaciones a nadie, recogió la escuálida bolsa -donde a las monedas les costaban tintinear de tanto que rebotaban entre las plastificadas paredes-, se levantó y asió sus bártulos. 
Cargó su mochila al hombro y se encaminó hacia un destino diferente al que siempre tomaba.

Sin mirar atrás, con un rostro despejado y aliviado que reflejaba a quien se hallaba en paz, caminaba hacia el desconocido destino, ese que creía no tener

jueves, 7 de agosto de 2014

Una ventana a La Isla


Rebuscando entre las innumerables páginas que existen en internet, nos alegra y sorprende encontrarnos con alguna dedicada a nuestras raíces. Al lugar donde nacimos o de donde venimos, en el caso de los exiliados o errantes que salimos de ella.

Es el caso de mi tierra: San Fernando. Un lugar pequeño, perdido entre la propia historia de Cádiz, comido por la vehemencia turística de otras poblaciones que lo circundan, abandonado por la propia desidia de quienes sólo parloteaban criticándolo, humillado por los que les quisieron vender oro y se fueron ellos con sus bolsillos llenos, dejándolo cariacontecido.

San Fernando, es una de esas nubes que vemos pasar por el cielo. Hermosa, solitaria, de pasar sigiloso, y llena del humo con el que le engañaron mil veces. 

San Fernando, La Isla, el apellido con el que el castizo, el flamenco, el torero, el orgulloso de su origen usa para definir su linaje geográfico, es un sitio donde la paz se instala para morir. Los más aviesos y sarcásticos me dirán que de pena, aquellos que como yo echan en falta pasearla y sentir los sonidos que reverberan entre los muros de sus calles encaladas, acordarán que la paz va a buscar allí su retiro. 

San Fernando, La Isla, como se guste llamar a este pedazo de tierra anclada en el centro de la bahía gaditana, donde la visión de su perfil dibujado sobre el lienzo azulino es una imagen de cartel que de forma inevitable permanece en la retina de sus hijos, es un emplazamiento particular que parece no tener nada y sin embargo, entre sus venas de sal, se oculta un tesoro de Historia que ni sus habitantes conocíamos y por tanto fuimos incapaces de expandir. De aquellas tierras estos lodos.

La ciudad de los monumentos incógnitos, la que fue capital de España, la que mantiene sus tradiciones a pesar de aquellos que se ríen de ellas (alguno incluso tildándonos de catetos por el mero hecho de defenderlas). La ciudad a las que muchos tanta pena les da, pero no tienen mejor forma de animarla que acusándola de aquello de lo que adolece. El isleño es, a todas luces, el mayor derrotista. Pero eso ya lo sabíamos.

Sin embargo, retomando el párrafo inicial, qué satisfacción cuando encontramos en la red páginas y cuentas dedicadas a nuestra ciudad. Y te fijas que en la mayoría se muestran recuerdos de lo que fue no hace tanto y añoramos -ahora, echamos aquello en falta-. Comentarios de muchos deseando volver aunque sea a pasar unos días, y otros para el resto de sus días. Rabias porque no la ven salir a flote. Siempre el tema de la política local (según una gran mayoría los culpables directos del estado entristecido y deficitario en que se encuentra San Fernando). Pero ante todo nostalgias. Lógico, se pensará. 

Lógico...

Porque al que vive en La Isla o la piensa desde la distancia no deja de importarle su futuro, y le gusta acordarse de aquella vida que dejó en sus calles, en sus barrios. Y desde Facebook o Twitter muchos de los que la añoramos podemos asomarnos a través de sus imágenes a esas estampas inmóviles, que a más de uno nos gustaría que fuesen uno de esos cierros desde donde admirar el movimiento que las fotografías nos hacen imaginar. Participar de su realidad y seguir formando parte de ella. 

Es de agradecer ese esfuerzo de los promotores de estas ideas por hacer realidad el sueño de algunos de mirar por la ventana y respirar sus aires, que por más que me digan no... No son los mismos que los de fuera de sus fronteras.