sábado, 22 de noviembre de 2014

A flor de piel

Frugal. Ávido pero sin regodearse. Caliente, pero con el frío de la primera vez. Seco y, sin embargo, capaz de humedecer los labios no besados. Intencionados, a la par que contenía el candor de la incipiente juventud.

Era agua helada que recorría la piel por dentro y hacía que ésta se hiciera rugosa allá donde parecía terciopelo. Sabía a eso que sabe cuando algo no se sabe a qué sabe... ¡A pasión! 


¿Quién no ha probado ese manjar alguna vez y, en todas las que se hubiera probado ese maná, jamás nadie ha sido capaz de descifrar cuál es el regusto que nos deja? ¿Cítrico? ¿Un gustillo con cierta acidez, quizás? ¿Dulce? ¿Melaza misma? ¿Salado?  ¿Soso? ¿Agrio? La pasión es un regalo envuelto en un papel de mil olores, pero que rara vez podemos degustar sin confundirnos.

Así, esa sensación donde se tocaban los pliegues rosados que al unirse se entreabrían para formar un puente de mojada y carnosa estructura, se convertía en una experiencia de catas de lo inimaginable.


Allá donde las manos alcanzaban a posarse, pretendía llegar reptando la viperina sensualidad que se presentaba como el mismo demonio, disfrazado del ángel celeste que fué, ansiando que se mordiera la manzana de la tentación en la virginidad trémula de la carne joven.

Sibilinas las estrofas escritas a besos sobre el papel, aún sin arrugar, de aquellos cuerpos. Versos escritos en suaves tintadas de la saliva que no se podía tragar, mientras rellenaban de emociones cada renglón. Poema o prosa -lo bello o lo vulgar-, dependiendo de dónde se escribían tales parrafadas sin pluma que alzar, la poesía dejaba paso a lo material, a los impulsos, a lo impuro... 



¿Lo impuro? El fervor hacia lo humano, que es la más bella obra divina, no puede ser turbio si en esa devoción se reza cada palmo.

Solo dos cuerpos unidos, agarrados, formando con sus brazos la eterna madeja de lo infinito, como no queriendo deshacer ese bucle de lo humano y lo extraordinario mientras sus movimientos dejaban atrás, por momentos, lo pueril y se descubría el universo vedado de lo adulto, sobreescribían, él sobre ella, ella sobre él, una y mil veces, la misma historia en esa tinta sin color.

En la locura de aquella transición entre lo profano y lo cultual, donde lo mismo se usurpaba parte del templo sagrado -que eran sus cuerpos-, que se bendecía cada rincón que se ocupaba, quiso el joven probar una vez más si era cierto aquello que la pasión era un imposible de paladear. Y con un pintalabios rojo -como en aquellas películas que veía entusiasmado, donde ellas eran diosas con brillos encarnados en sus bocas-, del mismo color que el fuego que los quemaba, trazó dos líneas sobre las mullidas almohadillas que ella fruncía pidiendo, sin decir nada, que más tinta derramara.



Descubrió lo cierto de aquella duda de a qué saben los besos bañados de fragor tras abandonar su ingenuidad: A guerra para conquistar, a hacer suyo o a dejarse ganar. A esclavizarse y esclavizar. A ser rey, vasallo, bufón... A detenerse o avanzar; presto siempre para la batalla y con la bandera blanca para pactar.










jueves, 13 de noviembre de 2014

El mando del tiempo




¿A quién no le gustaría hacerse con el mando del tiempo? Un simple botón, y poder rebobinar la cinta de los años, retomándola en aquellas escenas llenas de felicidad, de satisfacciones, de momentos que quedaron grabados en nuestra mente y no pueden borrarse.

¿Cuántas veces no nos habremos arrepentido de aquello que no dijimos o que hablamos de más? ¿Cuántas no nos hemos refugiado en nuestras lágrimas ocultas al resto del mundo; o en nuestra particular cueva, retirados de todo y de todos, lamiéndonos heridas que saben a un amargo recuerdo?

Agachas la cabeza y de inmediato, como si fuese un acto reflejo, la levantas alzando más aún la mirada al cielo, como buscando la forma de pedir perdón. 

Pero duele. Duele el tiempo cuando pasa y te das cuenta de tantas ocasiones perdidas, equivocadas, abandonadas que has tenido ante ti. El tiempo, dicen, es el juez de la vida, ese que te condena o te libera según tus actos. 

El tiempo. Cruel, implacable, justo, sincero... Imposible de comprar.  Un boomerang que retorna con la misma fuerza que se lanzó. ¡Cuidado!

Quién tuviera en su mano ese mando, y poder dejar en un eterno "Pause" los momentos que brillaron tanto que alumbraron esas partes de nuestra personal historia. Repetir un millón de veces esos fotogramas que permanecen en la filmoteca de nuestra memoria. Reír a carcajadas, sonreír entre emocionadas lágrimas, llorar tan solo al reencontrarte con los que ya se marcharon. Revivir historias inventadas en el arrullo de la infancia, oír de nuevo las voces olvidadas de quienes una vez lo fueron todo para nosotros. 

Quién poseyera ese dominio. Pero únicamente contamos con el inconsistente control -y relativo- de nuestra capacidad para rememorar, tan viciado por las innumerables vivencias almacenadas que, a modo de piezas de un puzzle, se revuelven para ponernos difícil las cosas.

Un minuto, un momento, para tener ese control en mis manos y volver atrás en ese agujero del espacio que ya transcurrió. No pido más. Retomar abrazos que nunca se dieron, "te quieros" que se callaron porque mandó más el orgullo que el corazón, besos que quedaron presos en la cárcel encarnada de los labios por culpa de algún recelo, un miedo, una estupidez; volver a mirar aquellos ojos que gritaban que te echaban de menos, sentir aquellas manos que suplicaban una caricia, esbozar una mueca cómplice con quien compartías secretos. 

¿Acaso es mucho lo que quiero? Acaso...

Quizás no comprendemos que la vida es eso: tiempo. Que cada segundo que transcurra no volverá a suceder, que habrán otros pero no ese, y que esos que aún quedan podemos ganarlos o perderlos según los aprovechemos. 

¿Dónde vas entonces, orgulloso? ¿Dónde tú, egoísta? ¿Y tú, vanidoso? ¿Y ese quejumbroso?

Quizás sea más fácil decirlo, pero el tiempo también te da lo que es; regalándote, sin darte cuenta, aquello que mata tras de sí y que, por ciego, no ves que aún transcurre ante ti. Todos quisiéramos tener ese poder sobre el  tiempo para retornar, hacer o deshacer aquello que fue, pero eso escapa a nuestras posibilidades, y mientras suspiramos anhelando un imposible, la película sigue pasando y llegará un día donde deseemos volver a echar de menos este mismo momento.

martes, 11 de noviembre de 2014

Pero mientras...

Un país "pimpinilesco". Tirándose los trastos a la cabeza para terminar siendo aplaudidos por sus fans #Españaesasí 

Esto es como "el clásico". Un Barsa-Madrid, pero en política: PP-PSOE. Toma y daca... El PSOE elige campo... La izquierda. Al PP no le queda más remedio: la derecha.

Sacan los populares (que últimamente, viendo como juegan, más a tirar el balón fuera que a presionar e intentar llegar a portería, son más bien los "impopulares"). Se pasan la pelota, en la defensa María Dolores y Soraya, siempre atentas por si hay que sacar de apuros al portero (Mariano). 

El centro del campo y la delantera están más bien flojitas. No saben muy bien qué hacer cuando les llega el esférico -el problema-. Fijan su mirada en algún compañero pero o están marcados, o mal posicionados o tan solo piden (ruegan) que no les manden a ellos la bola. Así que ocurre lo que debe acaecer cuando hay indecisión: ¡Pérdida de la posesión!

Ahí siempre atenta la defensa. ¡¡Bien, Sori, bien!!

Al portero se le han subido los vapores mientras retiraba telarañas de las esquinas de la meta, que se supone que defiende, y se ha fijado cómo el contrario parecía que iba a la carga. Sonríe nervioso y aplaude a sus torres que han despejado el peligro ("¡Vaya fichajes buenos!" -piensa Mariano mientras mira al cielo).

El partido sigue. Nada destacable. Los contrarios se limitan a dar "pepinazos" a diestro y siniestro; el fin es no dejar que les hagan un gol. No juegan a nada. El capitán del equipo -un tal Pedro Nosequé-, no tiene nada clara la táctica que debe seguir, tan solo grita: "¡Vamos, vamos!". Pero es que ni uno de los jugadores de su equipo -los socialistas- saben qué hacer. Despejan lo que llega como pueden, y se dan palmaditas en las espaldas animándose porque "han hecho lo único que podían".

El encuentro es tosco, aburrido, predecible. El público es un poema. Unos gritan desaforados, acordándose de la santa madre de todos los que campean sobre el terreno, bastante degradado, del estadio (el "Reino de España"). Están iracundos. Desean que los de rojo hagan ya algo. Desesperan ante tanta nadería. Al tradicional y cansino cántico de "¡Adelante compañeros/as!", se une un efusivo "¡Podemos!". Pero los jugadores se ponen más tensos aún, esa afición parece dura y, a sabiendas de lo parco de sus aptitudes y actitudes para conseguir algún punto en el partido, como para contentar, se dedican más a dar palos de ciego (entradas, patadas, empujones, enfrentamientos verbales...) con los adversarios, que intentar rehacer el maltrecho combinado para conseguir algún fruto.

En las gradas, el apoyo al equipo azul es cosas de escasos incondicionales, mientras el resto -seguidores de toda la vida- desencantado de tan pobre juego de aquellos que tenían la vitola de favoritos, se limita a contemplar el descafeinado envite. 

Y así sigue la apática competición. Deseando todos que el árbitro -el tiempo- dé el pitido final y haga que todos regresen a los vestuarios a pensar sobre lo pobre de su juego, lo escatológico de sus decisiones, lo inestable de sus planteamientos, lo equivocado que estaban creyendo que la hinchada sería fiel por el simple hecho de tener carné, o tenerle muchas ganas a los contrarios.

En los banquillos quedan reservas de cierta calidad, parece ser. Nuevas ideas. Ganas de demostrar que merecen estar entre los titulares, dando de sí lo que entienden beneficia a quienes han puesto la confianza en sus grupos. Poco tienen que ver con estos matracas que cobran por tener en vilo y cabreados al personal. Ya veremos...

En no mucho podremos ejercer de "Mister", y decidir a quién le damos el finiquito, a quien renovamos el contrato y qué nuevos fichajes queremos. Lo único que deseo es que no nos dejemos influenciar por lo que dicen que harán, sino por lo que a día de hoy han ido demostrando. 

Pero mientras...

domingo, 9 de noviembre de 2014

El lector ciego






Leía. Pasaba con fruición las páginas del libro, devorándolas como si fuesen el más exquisito manjar que jamás hubiese probado. Disfrutaba con sus dedos del tacto rugoso de cada hoja. El sonido seco al pasarlas deleitaba sus oídos. Era una composición de la que gozaba en la calma de su sillón, mientras en una mesilla cercana se disponía en una taza un humeante y negro reconstituyente mañanero, despintado con una breve hilada de leche.


Aquella lectura le apasionaba. Cada palabra era absorbida con el mismo placer que el líquido adorado que yacía en la porcelana sobre la escueta mesa. Sus ojos seguían el mandato de las líneas, su mente obedecía sin titubeos cada punto, cada coma, cada signo de exclamación o interrogación, conformando un edificio de ideas: letras que se hacen ladrillos.

En su cabeza las ideas eran colocadas según las conveniencias del lector. El golpear de un reloj, que recordaba cómo pasa el tiempo, acompañaba a la intensidad de ese delicioso instante donde obra y lector eran uno. El momento se dibujaba como una de esas escenas idílicas capaz de fundir la paz en cada rincón de la estancia.


"Ya está" -resolvió. Se levantó del asiento y se desperezó arqueándose hacia atrás, levantando ambos brazos. El ejemplar, que aún aguantaba con una mano, lo dejó sobre el mismo sillón. Cogió el mando de la televisión y la encendió. En el sosiego de aquella casa entraron estentóreas voces que discrepaban y vociferaban, más que argumentaban, sobre algún tema político. Pretendían convencer acerca de lo conveniente de las encontradas posturas; de lo buenos que eran unos y lo horribles que podían llegar a ser quienes rebatían las propuestas.

Vidriosas, las verdes pupilas que asomaban tras el cristalino enfocaban con interés aquella pelea de la furiosa jauría, que se despedazaban entre frases que sangraban, buscando matar más que herir. 

La quietud del ahora televidente se tambaleaba en pos de un desasosiego inducido por aquella estampa grotesca de sordos gritándose entre sí. En su interior, el debate; se encontró consigo mismo, con ese otro ser manejado por las estridentes consignas ondeadas desde ese estrado hipnotizante de treinta y dos pulgadas. La indignación crecía en él mientras los disertadores buitreaban sobre un cadáver en forma de país. Hartazgo. Enfado. Ira. Rencor... 

Sorbió con premura el café y se quedó sentado de nuevo en su poltrona, asiendo el libro y apartándolo, sin darle la menor importancia de dónde lo dejaba en tanto miraba absorto aquél gallinero enclaustrado tras una pantalla.

Abierto por la página ciento veintidós de forma casual, aquella edición en tapa dura seguía contando su historia en silencio: 

"... Triste de ti" -conminó el inspector, atrapando la atención del chico. 

Ese es el mayor pecado de la sociedad de hoy, aprendiendo de los que adolecen de coherencia y basan sus razones en gritar lo que se quiere oír -Sentenció.

El joven hizo un gesto indolente y se marchó dando un portazo".


viernes, 7 de noviembre de 2014

Sin tiempo



Salía el hombre corriendo buscando deseando bullendo en el fragor de la desesperación esperando no perder más tiempo que el necesario sin mirar atrás sin dejarse intimidar por la duda o por el miedo quizás ¿Qué misterio le conducía a esa sinrazón? Sin prestar atención al sinsentido se dejaba conducir por la emoción por el ritmo acelerado de la sangre que por sus venas iba sin temor bombeando y haciendo saltar la piel que las cubría ¿Por qué esa extraña sensación de no tener ocasión para nada? ¿Por qué la impresión de esa falta? La necesidad apremiaba sin mirar la hora sin verse en la obligación de observar el reloj sabía que todo segundo era pasado y urgía anticiparse al siguiente para ir más rápido que el mismo universo ¡Rápido! Exagerando aún más su carrera se debatía entre la desesperación y la ilusión como si de un niño el día de su cumpleaños se tratase saliendo veloz del colegio en dirección a su casa con los ojos llenos de emoción esperando encontrar los regalos ¿Quizás era algo infantil? No Tan solo un soñador que pretendía alcanzar la estrella más radiante la luna quizás como señal de su quimera ¡Qué hermoso es tener una ambición! ¡Qué satisfacción pretender conseguirla! ¡Qué orgullo hacerla tuya! El desenfreno le hacía chocar desvariando su rumbo haciéndole sufrir por la pérdida del elemento temporal sabiendo que cada desvío suponía sucumbir en la batalla por ganarle tiempo al tiempo ¡Esa lucha cruel! ¡Esa guerra que no se gana sino que en algún instante solo no la perdemos! ¡Esa contienda arriesgada hasta el fin de nuestra existencia! No hay un solo ser humano una sola vida en este planeta que no haya sido vencida por ese temible guerrero ¿Guerrero? ¿Acaso lo ignoraba? Un implacable luchador que no cesa en su empeño de combatir de forma perenne contra quien ose incitarle ¿Quién será capaz de rebatir su poder su fuerza su indiscreto ego? Siempre etéreo siempre eterno siempre constante ¿Qué ser hay que no tema retarle? En el ardor de la pelea contra el enemigo omnipresente el invisible rival planeó la estrategia que le haría ganar ¡La iniquidad en su versión más sutil! Y así pareció detenerse en tanto su apremiado competidor apreció que así ocurría y ante tal suceso creyendo haber superado al mismísimo dueño de los momentos frenó su avanzada zancada notando como su corazón respiraba de la aliviada desazón Y el tiempo dejó que se confiara en su relajo mas el sosegado corredor sabía que aquello era una eventualidad un extraño regalo de su enemigo o quizás una breve victoria inesperada pero recordó que los instantes no paran tan solo discurren en silencio y empezó a tomarle el pulso de nuevo a aquella carrera imposible sin embargo ya todo había pasado ¡Le había ganado una vez más la partida! Y se dió cuenta el hombre que da igual lo raudo que vaya las prisas que tenga lo veloz que pretenda que pasen los minutos Podrá contarse los años los días las horas cada nanosegundo que pasemos pero por más que lo intentemos nunca se puede vencer aquello que se nos escapa en cada suspiro en cada mirada en cada pensamiento en cada palabra porque a veces queremos ir tan rápidos que se nos olvida detenernos Y punto

lunes, 3 de noviembre de 2014

El deseo





Seguro que no os habéis dado cuenta, ¿o sí?

¿Recordáis cuando de niños pedíamos algo con mucha fuerza? ¡Un deseo! Y, en algún momento, ese anhelado premio llegaba. O conseguíamos algo similar que, a fin de cuentas, hacía efectiva esa petición hecha con tanto ímpetu. 

Unos lo llaman fe, otros magia, muchos casualidad. Yo lo llamo inocencia.

Inocencia es un término que apela a la ingenuidad, a lo puro. Y así es. Pero también es una carta de libertad. Nos libera de cadenas que se nos van imponiendo conforme vamos ganando en años y dejamos esa virtud en exclusividad para los más pequeños. Por tanto, una vez la inocencia la perdemos de vista nos queda el yugo.

"Mamá, quiero ese coche teledirigido. ¿Me lo compras?" -la respuesta de la madre no se hizo esperar. "No lo sé. No está la economía para gastos así".

La cara del niño se sombreó. La luz de la sonrisa que iluminaba su cara se eclipsó ante la contestación. No era inesperada, pero cabía en él ese halo de esperanza de una afirmación por sorpresa.

El pequeño, apesadumbrado, soltó la mano de su progenitora y se echó sobre el cristal del escaparate de la juguetería, sus ojos parecían un gran espejo donde se reflejaba aquél pequeño y adorado vehículo rojo con unas líneas doradas que parecían acariciar su figura deportiva.

De regreso a su casa el niño iba pensando en aquél inalcanzable sueño. ¿Cómo conseguir aquello que se estima imposible? 

De repente, como si alguien le hubiese dado la idea, se acordó de su abuela paterna. Ella siempre decía que cualquier cosa que se quisiera sólo había que pedírselo a Dios, aunque se tuviera por perdido.

En su familia la religiosidad era relativa Sin embargo, su padre acudía cada tarde a una parroquia cercana a su hogar. Otras veces fue con él. No se quedaba a la celebración de la misa, tan sólo se sentaba en uno de los bancos y callaba. Así durante un rato. A pesar de todo, tampoco sabía muy bien qué tenía que hacer ni decir.

Ese día, tras merendar, cuando vió que su padre iba a cumplir con su ritual diario le pidió que lo llevase. Con aire satisfecho le puso un abrigo, pues refrescaba, y se decidieron a salir. El hombre sonreía bajo su llamativo mostachón ante lo inusual de aquella circunstancia. 

Durante el trayecto, mientras conversaban de cosas frugales, el pequeño le preguntó: "¿Papá? Vas a la iglesia para pedirle cosas a Dios?" La mirada del padre demostraba sorpresa ante la pregunta. Con gesto condescendiente se dispuso a responder.

"Así es. Voy a pedirle cosas. Aunque, a veces, parece que no me escucha. Es normal... Somos muchas personas las que lo necesitamos y... Bueno... Tarda más de lo que desearíamos en responder" -el niño quedó dubitativo. La respuesta le desconsoló, pero no le hizo cambiar de idea. 

Entraron en el sagrado recinto que rezumaba un olor tal que calmaría a cualquier espíritu en desasosiego.

Se encaminaron hacia una de las naves laterales y buscaron un asiento. Ambos se miraron; el joven imitó, uno a uno, los gestos de su padre. Tras unos minutos en silencio salieron del templo y pasearon con tranquilidad hasta su casa. Durante el camino, el padre conminó al hijo a que le comentara porqué había querido acudir con él a rezar. 

"Quería decirle a Dios que quiero que me regaléis un coche que vi en una tienda" -una mirada de nostalgia inundó el rostro del oyente.

A los pocos días, el padre entró por las puertas de su casa con una caja envuelta en papel de regalo. El pequeño salió de su habitación con toda la rapidez que sus pequeñas piernas le permitían al oir vocear su nombre. En la entrada, las sonrisas eran la única conversación posible. Unas amorosas lágrimas se derramaban de los ojos emocionados del hombre, que era agarrado de la cintura por su mujer.

El niño se encaminó de nuevo a su dormitorio, pero se detuvo: "Papá. ¿Conseguiste que Dios te oyera?" -una afirmación con la cabeza fue la respuesta.

El jovencito le hizo una simpática mueca y volvió a retomar su destino. Mientras se alejaba, la mujer le instó a que le contara qué iba a rogar tanto a la iglesia. El marido la miró y le dijo: "Verlo. Que me demostrase que es real, que no es un invento; y hace unos días se me apareció, junto a nuestro hijo".

Inocencia. Solo la pureza de nuestras intenciones. 

Perdemos la certeza de lo que deseamos. Manipulamos inconscientes nuestra íntima fe, aquella que siendo niños reservábamos inmaculada, porque no se trataba de creer en dogmas, sino sólo practicar con confianza lo que en nuestras mentes infantiles -limpias- era posible obtener sólo deseándolo con ganas. 

Crecimos y nos hicimos mentecatos, obtusos, normatizados, aleccionados...  En el camino dejamos al niño, y las esperanzas empezaron a depender de otras prioridades. La fe ciega, la magia... Eso que en alguna ocasión hallamos pero no valoramos, pasa a formar parte de algo que ya no somos, vencidos por la certeza incierta de que sólo existe lo que palpamos.

Puede ser... Quizás no sea falso que todo ocurre por casualidad, hasta que algo nos toca el alma -eso que no sabemos qué es y lo convertimos en mera retórica-, y nos reencontramos con ese niño que se quedó atrás y se crea la disyuntiva: ¿Soy ese niño o no? 

La diferencia entre la magia, la fe, como queramos llamarlo, de cuando éramos crédulos imberbes a hoy es que, entonces, creíamos de corazón, sin plantearte la banalidad de las cosas. Hoy, nos planteamos si creer en algo o, simplemente, ya ni eso.

Inocencia es la virtud de creer en aquello que parece imposible.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Vida en palabras




Baila, canta, llora, salta, ríe, sueña, ama.

Tristeza, calma, llanto, esperanza, vida, lágrima, sonrisa, ilusión, miedo, nostalgia, fuerza, ánimo, luz, salida, odio, paz, envidia, relax, mirar, alumbrar, satisfacción, deseo, empatía, celo, lujuria, cambio, antiguo, ambiguo, exiguo, poder, lucha, desafío, decisión, camino, futuro, parada.

Rellena, continúa, cabalga, vuela, viaja, detente, recapacita, aprende, otea, señala, sigue, camina, sonríe, disfruta, recuerda, imprime, exprime, subsiste, alimenta, anhela, trabaja, consigue, intenta, desespera, permite, rodea, recto, derecha, izquierda, pierde, gana, doble, nada, todo, sienta, levanta, surje, aprovecha, desecha, avanza, descansa, mira, eleva, baja, rio, mar, ola, profundidad, cielo, infierno, inmensidad, oscuridad, luz, duda, acierta, equivoca, sufre, goza, rodea, deprisa, lento, enfada, alegra, familia, soledad, anuncia, calla, cae, levanta, duele, tapa, revive, carcajada, lamento, honor, deshonra, agacha, brinca, quiere, vive...

Aquí solo palabras que encarnan lo insuficientes que son para describir un único aliento, la experiencia vital.

El camino es imposible de conocer, salvo que ya lo hayas recorrido antes, y aún así siempre habrán piedras que no hayas visto, atajos que pasaron de largo, desvíos que no quisiste elegir, paradas que no deseaste hacer. La vida es camino, causas y efectos, defectos perfectos, bellezas imperfectas.

Es el texto inacabado, el relato imposible, el escrito que repite y se renueva porque es la propia existencia. No busques el sentido, no esperes encontrar la coherencia, el final feliz o incierto, porque no hay mayor historia que una vida, ni mejor cuento que vivirla. 

Al final, cuando acabe una y no sepamos como sigue, por estar ello reservado para su autor, surgirá otra y todo volverá a reciclarse, a comenzar de nuevo.

En silencio

La escarcha de la fría noche ocultaba las letras tras el cristal de aquella ventana donde no entraba la luz.

El ambiente era enrarecido por lo inusual. Los olores, que el resto del año eran tenues, se notaban mucho más. Fragancias a flores recién sacadas del agua de serones, que chorreaban aún de su último exilio.

Las calles de aquella ciudad en blancos, negros y grises, se contagiaban del color vivo y perfumado que los visitantes trajeron y colocaron, a modo de presente, en las puertas de los moradores de aquél lugar que se presentaba triste. En sus esquinas, reencuentros, abrazos, apretones de manos, besos... Miradas que se alegraban de encontrar respuestas ante tanta mudez; transeúntes que dejaban de buscar números, nombres, letreros, para detenerse en afable y corto saludo -quizás una añorada conversación- allá donde daban vueltas, enmudecidos por el recuerdo.

En la distancia se oían campanas, que por su sonido se adivinaban pequeñas, anunciando el momento de marchar.

Como si alguien hubiera puesto fin a la visita sin mediar palabra, todos los que caminaban embebidos en pensamientos, deambulando mirando aquellas diminutas portadas; los que disfrutaban de una sosegada charla con quienes la casualidad del instante pusieron en su camino; aquellos que se encontraban despidiéndose con la melancolía por adiós, retomaron sus pasos sin prisas hacia los callejones adyacentes, buscando salir de la tácita ciudadela.


Tañían, que no repicaban. Sonaban a respeto, que no celebraban. Marcaban el momento aquellos entristecidos bronces de retomar la paz de los momentos, el sosiego que restaban aquellos pasos que sonaban a luto. Clamaban, en golpes casi sin eco, el descanso que el latir de los corazones que allí se reunieron no permitían; tambores acelerados por los sentimientos.

Campanas que tocaban los muertos, anhelando de nuevo los silencios de sus días eternos. 

Los caminos, ya casi vacíos, se vestían de hojas secas; tonos yertos que se revolvían entre sí, llevados sin rumbo cierto por el único visitante que aparecía sin importarle los horarios: el viento. Gélido, sin afecto, sin prisas. Como aquellos huesos guardados tras las escuetas  portezuelas, las minúsculas balconadas, las grandes mansiones de mármoles donde la vida se resiente más que se siente. 


En aquél lugar, donde los vivos creen que moran los muertos, y los muertos saben que será el postrer hogar de aquellos vivos, la quietud se apoderaba de cada rincón. Tintineaban, como nerviosos, los vasos metalizados repletos de la vitalidad de los sentidos que los habitantes del lugar ya no podían disfrutar. Ramos de melancolías como resignados saludos que, en esta vida, ya no se volverán a dar. Paredes pintadas de blanco refulgente que los propietarios de aquellas casas para siempre no se enorgulleceran de presenciar. La vitalidad de lo inerte.

El camposanto quedaba desierto en la tarde del dos de noviembre. La calma profunda, el sol rendido por las horas, el castañeteo de alguna escalera de mano mal colocada dando con la pared, el trinar nervioso de los pájaros sobrevolando el marmóreo dormitorio de los sueños perpétuos, las voces lejanas de los rezagados... Todo quedaba en recuerdos aquél Día de la Memoria.

Un chirrido que sonaba a despedida se hizo presente en el turbador silencio. La enorme puerta negra de herrajería que daba acceso al lúgubre lugar, se entornaba. Un terrible sonido, que se asemejaba como si algo enorme cayese a plomo, terminó por ofrecer al interior del recinto la imagen desolada de lo que allí se guardaba entre maderas, cemento y pulidas piedras. 

Los arrullos del aire entre las ramas de los cipreses, que sombreaban las calles que colindaban; el maullido inconsolable de algún gato y la luz perdiéndose entre las tristes murallas, eran la escena misma de una de las tétricas leyendas de Bécquer.

Pasó el Día de los difuntos. Los renovados aromas, las impecables parcelas de la muerte, se cubren con el velo de la noche que va cegando la luz de esa jornada. Y mientras la última alma que respiraba cerraba la quejumbrosa verja metálica de la inhóspita y mortecina alameda, ante la oscura visión pensaba qué cruel y retorcida es la vida, que en ese mismo instante le mostraba cómo sería ese último segundo donde, tras cerrar los ojos, todo quedaría en sepulcral silencio. 

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