domingo, 19 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Los monumentos de mi pueblo II. El Dadaísmo cañailla. ®

Que no hay mejor filigrana para un artista de las esculturas que imitar, chiquilla, tus hechuras.
Estos insignificantes versos, fruto de mi mente quijotesca que cree ver lo que en realidad no existe, quizás pudieran dar pie a ese poema tergiversado que es San Fernando.
Sí, sí... ¡Tergiversado!

Esas estrofas surgida del mar -que es La Isla-, y que la genialidad o la temeridad han ido modificando, según el coherente o  iluminado que tocara al frente de la concejalía oportuna.
Finalizaba una inesperada primera parte de "Los monumentos de mi pueblo", diciendo -grosso modo- que en mi tierra llegó la época del renovarse o morir en cuanto a creaciones artísticas, para dar esplendor o reconocido homenaje a la propia ciudad, a sus hijos más dilectos, etcétera.

Así fue como esta tierra de renombre constitucional, que había permanecido dormida -cloroformada de desidia diría- ante el ultraje de algunos de sus edificaciones más históricas, se proclamó paradigma de un tipo de arte reivindicativo del isleñismo. No me voy a detener en las magníficas construcciones de arquitectura civil o militar que poseemos y hemos heredado, ni en las estatuas clásicas como la del General Varela o la dedicada a Rafael Ortega. No.

Me voy a referir al Dadaísmo cañailla.
¡Sí, sí, sí, sí! Una expresión transgresora y única, donde el ciudadano pudiera ver cómo su ciudad se transformaba tras los aires de un novedoso concepto de inspiración. (N. del A.: Desde luego, al menos quien suscribe, no ha visto en otro lugar visitado tales recreaciones)

Quizá comenzara antes. Sin embargo, mi memoria me lleva a finales de los años ochenta, principios de los noventa... ¡Hace veinticinco años ya estaba la calle de las tres avenidas en rompan filas! Igual que hoy. Lo que me lleva a pensar que los isleños tan solo tenemos mala memoria.

En fin...

Por aquellas fechas, San Fernando se deshace del viejo alfombrado de losas grises que vestía sus calles, por otro de un color (igual) más vivo, que simulaba un interminable tablero de ajedrez de cuadrículas rugosas unas y otras de un hermoso tono cenizo.

¡Pero cenizo de verdad! Porque desde que las pusieron sobre el cemento, estas no dejaban de levantarse, romperse y, de paso, de servir de insospechada pista de patinaje para los viandantes los días de lluvia.

La romántica y antigua arboleda, que cobijaba con su sombra a paseantes y a los sempiternos asiduos a los Círculos Artesano y de Artes y Oficios (lo dicho, poca retentiva. También existían Círculos, con mayúsculas, antes del popular redondel político tan de moda de ahora), fue cruelmente desgajada. Aunque es verdad que sus hojas caducas, sobre todo en verano, dejaban un pegajoso recuerdo en el suelo.

Para sobreponernos de aquél arboricidio, nos plantaron naranjos sobre el nuevo adoquinado que, como correspondía a la temprana edad de los cítricos especímenes,  eran sujetados por unos antiestéticos -y cuando don Levante se presentaba- poco prácticos tacatacas de madera, para que los frágiles troncos no cedieran.

¡Ahí empezó todo!

Para quien no lo sepa, a modo de resumen estricto, retomando lo del Dadaísmo que cité, éste promovía una especie de antiarte. Algo así como colocar una imagen ante un espejo deformado; la imagen que refleje sería dadaísta (perdón a los profesionales por una explicación tan prosaica).

Así, tras la exhaustiva transformación del paisaje urbano, empezaron a surgir estas rompedoras obras.
Por ejemplo, aquella fuente que frente a la Iglesia Mayor y desde lo alto de ésta, o del hotel Salymar, o de cualquier azotea próxima -esos observatorios de mi pueblo-, decían se podía adivinar cómo de sus uniformes líneas se formaba una estilizada cañailla. Ese molusco tan representativo que hasta es uno de nuestros gentilicios, en conjunto con la emblemática catedral (no nombrada así oficialmente por la curia) de torreones azules, era el máximo exponente de isleñismo posible.

O esa quilla -no el tratamiento de tuteo tan nuestro- que se plantó, como aquél candray eternizado en postales MeidinLaIsla, en recuerdo (la quilla) a las Tres Marinas. Un pedazo de monolito en un blanco roto, a modo de Torre de Pisa sobre un imaginario mar rompiente que, de nuevo, otra fuente creaba, y ríanse de la proa del Titanic en la famosa escena de aquellos desdichados  enamorados navegando sobre el Atlántico Norte.

Impresionantes expresiones creativas, como esa Rosa de los Vientos en el preciso lugar. Punto de encuentro de pescadores y mariscadores, con el paraje único de esteros. Camino del barrio de Gallineras, donde convergen los vientos al Este y del Oeste. Justo ahí, surge ese enorme tallo asido por cuatro vientos (cables) que crean una escena tridimensional de la que se dibuja bajo éste.

Sin duda, San Fernando se había convertido en el sitio idóneo donde exponer un modelo artístico diferente.

 ¡Ah¡ Y sin miedos.

Los isleños, tan poco dados a la exhuberante belleza monumental, que sí se daban en otras localidades -aunque no nos faltasen exponentes-, empezaron a acostumbrarse a recibir estas representaciones y otras, que más bien parecían proyectos en miniatura de la misma. (Véase el de Blas Infante, en el parque Almirante Laulhé).

Así, con el devenir de los años, surgió la idea de la Plaza de las Esculturas. El recuerdo a las primeras máquinas de vapor, entronizadas para sorpresa de algunos y miradas de muchos. Las edificaciones cúbicas en pleno centro neoclásico (la última muestra hiriente, frente la parroquia de San Francisco, en la esquina de la calle Santísima Trinidad), o ese homenaje al noble deporte del balompié en Reyes Católicos.

El pueblo demostró que era capaz de convivir con ese muestrario de Dadaísmo cañailla, fuera del arquetipo de redondeadas y armoniosas formas del barroco. Y tanto fue así que, hoy por hoy, tiene como moderna referencia patrimonial la más intercultural obra expuesta: La fuente de las Comunicaciones.  Saludo y despedida a la vez cuando se enfila el camino hacia Cádiz, llamando sobremanera la atención.

Es ésta la que ha convertido al ciudadano de La Isla en un auténtico crítico de arte. Si será así que no deja de ser comentada, y centro de discusiones sobre su particularidad. Logrando con sus colores ocres y apariencia de herrajes oxidados -además de con una mijita de guasa-, el apelativo cariñoso de "La Mohosa". Mejor muestra del Dadaísmo cañailla, imposible.


*Desconecto modo humor meidinlaisla