jueves, 27 de agosto de 2015

Memorias de aquella Isla: De los silencios

Quise en un capítulo anterior hablar de aquella banda sonora de nuestra Isla porque, como toda ciudad que se precie, debe poseer un himno -o himnos- que represente su singularidad.

Así, subtitulé aquellas Memorias de aquella Isla como "Nuestra banda sonora. ® (http://latardetranquila.blogspot.com/2015/05/memorias-de-aquella-isla-nuestra-banda.html) Sin embargo, notaba que faltaba algo. Un hecho que, de algún modo, perdura hasta nuestros días porque San Fernando es, aún, eco de muchas reminiscencias. 

Conste lo dicho: eco. Y como onda que es, se va perdiendo en el éter, se pierde en nuestras aguas por la bahía, por entre levantes y ponientes... Será por metáforas. 

Eso que yo echaba en falta era, qué cosas, aquello que no sabemos valorar (o no hemos sabido hacerlo en justicia) y no falta en muchos rincones: el silencio.



Sí. Silencio.

La Isla, localidad de marineras maneras (expresión exportada que tanto gusta decir hoy), de pregones más allá del teatro y otros salones de actos, acostumbrada a escuchar quejíos aflamencados tanto como marchas militares... Hoy, creo, tiene más claro que nunca que necesita un reencuentro consigo misma. 

Si se mirara a un espejo se enzarzaría en un soliloquio.

   - ¿Pero... ¿ t'as mirao? Que ya no eres ni sombra.

Pero sigo insistiendo en que hay que hacerle hueco a su silencio.

¡Que paradoja! Un hueco para lo que no tiene masa. Aunque, a veces, pese.

¡Pues, sí señor!  El silencio de mi pueblo es de rincones. No se puede decir que San Fernando respire aires de gran urbe, que solo descansa de cierto ajetreo ocasionalmente. Mi pueblo se embebe en una quietud, en general, que roza la categoría de responso. Pero he dicho que, en particular, es de rincones.



Callejuelas, callejones, barrios con sabor añejo, barriadas con el encanto de sus vecinos de siempre... Se confirman como pentagramas de esas notas de nuestra melodía de la paz. Hay a quienes le rechinan tanto vacío, que lo asocian a ese estado semivegetativo en el que se encuentra esta localidad, pero hay que saber degustarlo en su justa medida.

Estas Memorias de aquella Isla se sale un poco -solo un poco- de lo habitual y reivindica lo que aún hoy mantiene la ciudad; lo que aún nos queda de ella que, poco a poco, como el Castillo de Sancti Petri o el de San Romualdo, se va cubriendo de una extraña argamasa que ha terminado por ocultar su auténtico ser.  La imperturbable calma de las tardes de verano cuando, entonces, se oía al heladero por las calles desiertas. Las noches donde el canto del grillo o el ulular del viento, era la única compañía de los noctámbulos trabajadores. Los amaneceres de melifluos sonidos...



Existe, créanlo, un silencio determinado según la zona. Una quietud que quedó implantada por esas cosas que tiene La Isla: de atraparse en sí misma.

Está el silencio del barrio de la Iglesia Mayor, con calles que son cuentas de un rosario.  Solera de San Pedro Apóstol, donde el sosiego se hace ley, engarzado en filigrana desde Nicola hasta
Dolores. Las que rezan sus mañanas de cantos de gallos que desperezan en sus azoteas. De casas reencaladas, que guardan la esencia de los moradores que se resguardaron al abrigo del templo grande.



Venas los callejones, a diestra y siniestra de la catedral isleña, que conservan la memoria en sus puertas tapiadas.

Si el silencio es introspección, el aroma hace brotar la esencia. Adobo desde El Dean, rúbrica de un barrio que anuncia su isleñismo de aquellas casas bellas en su simpleza.




También está e l que resuena a flamenco en los poros de cada piedra, silencio del barrio de las Callejuelas -Callijuelas, en el vernáculo decir-. Esquinas de nombres marineros: Alsedo, Lauria, Solis, Carmen... Que  rezuman la misma paz del convento donde guardan el tesoro -más de trescientos años custodiándolo- que llaman Estrella de los mares, que desde que aquella casa dejase de ser refugio de malechores, para serlo de los carmelitas, se arremolinan perfumes a nardos y sal.



¿Y del silencio de la Casería? Donde fluctúan olores a huerta y a mar. Es el barrio donde retirarse para hallar el reposo del alma. 



La serenidad de la bahía le otorga el don de la evasión. Sus caminos, entre chumberas y vinagrillos, con el canto de la pajarería que los sobrevuela, parecen mostrar una estampa detenida desde hace tiempo. Donde el romper de las barcas con sus aguas enmudece, más que aturde, su tranquilidad.
Laberinto de callejones que te llevan del alquitrán al camino vasto y basto de huertos, vaquerizas y granjas, logrando que te pierdas entre sus vergeles. Esa Casería tan desconocida.




El silencio de los esteros. Desde las mismas puertas de tierra de La Carraca, atravesando el Puentehierro, pasando por las salinas de san Vicente y La Magdalena; por entre los molinos de mareas del Zaporito, recorriendo San Marcos entero hasta Gallineras: Es el otro San Fernando. El de los candrays y salineros. El de las güertafueras y enredos de caños desde donde se distingue ese cartel, que es la silueta de mi pueblo.






No hay nada que entorpezca la atronadora placidez. Sinfonía de placeres para cada uno nuestros sentidos. Desde el chapoteo en las piscinas que dejaron las salinas, el crepitar de las piedras a nuestro paso, hasta la caricia del viento entre la vegetación. Abandonarse es la mejor opción.

Silencios a barrios de solera desde el Cristo Viejo, La Pastora, San Francisco o el de las Siete Revueltas. Separados, y tan semejantes. Perserverancia por no perder sus sellos. Como si el tiempo se hubiese pausado en ellos. Reclamo para el recuerdo el del afilador, que aguzaba la monotona tranquilidad de sus sobremesas. Clama la calma desde Lanza a Pece Casas deteniéndose por Croquer. Entre las cales de estos barrios el viento ni sopla, solo susurra.





Será por silencios. Silencios de las noches por Calle Ancha, Real, Las Cortes, Capuchinas o los aledaños de la Plaza. Silencios de las mañanas de barriadas que quedan huérfanas de niños. Silencios del Cerro a Camposoto. Silencios de la Alameda que te envuelven en visiones de siglos pasados. Silencio hasta el de los cementerios (sí, los). Silencio el de aquellos terraplenes que se empezaban a perder en pos del crecimiento urbanístico.





El silencio es aquí lo relativo. Lo relatado que, a pesar de hacer distinguir sonidos, pretendía que fuese ejemplo de esa reverberancia de placidez que sufre o disfruta este pueblo mío.



¿Les ha parecido un relato muy actual? ¿No ven nada de Memoria en él? Pues así recuerdo la apacibilidad isleña de mi niñez, casi calcada a la de algunos momentos de mi adultez. Como ya he comentado, San Fernando es, de vez en cuando, eco de lo que fue.



(Imágenes en SanFernandoblogspot.com, Miguel Ángel Moreno y otros autores)