sábado, 31 de octubre de 2015

La visita

Se lo estaba pasando genial...

Disfrazado de muerte, paseaba con una calabaza de plástico en la mano, acudiendo a las casas que se señalaban afín a celebrar Halloween entre el tradicionalismo local.


Eran casi las siete y ya había oscurecido. Había dejado a sus amigos para quedar más tarde con ellos. Ahora iba en busca de Ana, una gran amiga con la que quedó para entonces.

La joven vivía cerca del cementerio y, al pasar frente a él, el muchacho no pudo evitar echar una ojeada a su interior desde la puerta. Aún se veía movimiento, a pesar de la inusual hora. La gente se apresuraba a guardar los útiles que usaron para dejar los nichos y las tumbas más decorosos.


Movido por la curiosidad morbosa de visitar el camposanto ya anochecido, giró sobre sus pies y se adentró hacia aquel dormitorio eterno. Aunque todavía los había afanosos en la labor de adecentar las silenciosas paredes, ya muchos se despedían. 



Que extraña sensación de ansiedad. Experimentaba la adrenalina alimentando de inusitado nervio su cerebro. Su corazón... Su corazón latía como si fuese un timbal en una de aquellas danzas frenéticas de las tribus africanas. Se sabía solo en aquella zona del cementerio. Un viento frío movía los ramos tan bien preparados, y las hojas caídas en el suelo, resecas, parecían correr con aquel sonido decrépito que sonaba a muerto.
 

Ya no se escuchaban las tórtolas que  contrastaban pero hacían bueno allí su amor hasta la muerte, ahora ululaban lechuzas. El claqueteo de las pisadas reverberaban entre aquellos muros de la desesperanza. A lo lejos tañía una campana.



Tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan

Las siete  -pensó para sí el joven.

Al llegar al final del recinto, todo era quietud. Nadie en aquel último lugar. Un olor a flores se confundía con el de la humedad que ya caía, ¿o sería quizás con el de las que se ocultaban tras aquellos mármoles?


Recordaba lo vivido poco tiempo antes, mientras recorría la ciudad entre grotescos disfraces de payasos ensangrentados, zombis y demás caterva fantasmal pero, de aquella soledad, su eco a nada le hizo estremecer. Un escalofrío repentino le recorrió desde la nuca a los pies, y retornó sobre sus pasos. Creía oir crujir las maderas tras las lápidas. El viento... ¿Era el viento? Parecía quejarse, como si llevara años recostado. 

Confundido, buscaba nervioso entre las calles la que le llevara hasta la salida, pero no reconocía ninguna por las que deambulaba desorientado. Las luces mortecinas, que hacía no mucho se encendieron, tan solo ayudaban a acrecentar su inquietud. 



Aquellas malditas lucernarias creaban sombras imposibles. Luctuosas figuras apostadas junto a sus tumbas. 



¡Es mi imaginación! -se alentaba, mientras su mandíbula se movía castañeteando los dientes.

Aquella túnica negra le molestaba. Se la pisaba y le hacía tambalear perdiendo un tiempo que parecía faltarle.

No veía a nadie. Pareciera como si una gran nada se hubiese adueñado del lugar. Los sonidos eran más nitidos. Oyó un grito. Desgarrado. Era como de una mujer, quizás de un niño. Su pulso, acelerado, sus manos y su frente sudadas, sus piernas parecían acorchadas, sus ojos se empañaban de lágrimas de desesperación por no hallar la salida.

Su corazón, creyó, se le paraba al ver cómo un gato salía corriendo ante él, salido de alguna de aquellas oquedades que permanecían vacías, a la espera de ser morada. Se detuvo en seco por la impresión, y observó al animal sentarse y lamerse mientras lanzaba un maullido lastimero. Se sonrió aliviado, poniendo una causa justificada al terrible lamento femenino o infantil.



Con el cuerpo helado, temblando y la cabeza dolorida, inició de nuevo el camino. La noche parecía haber entrado sin avisar. El miedo dejó paso al cansancio, y optó por sentarse en uno de los bancos del cementerio. No podía ser tan tarde, discurría. Hace apenas unos minutos sonaron las siete.

Atérido, se levantó del asiento y empezó a andar. Aquellos quejidos que antes le resultaban terroríficos ahora solo le parecía conversaciones. Los quejumbrosos chirridos de lo que creyó las maderas de los ataúdes en las tumbas, se le asemejaban puertas que se entornaban. La muesca de miedo desapareció de su rostro, que se relajó al atisbar la puerta de salida. Un operario la estaba cerrando. 



Comenzó a gritar avisando al hombre, pero se seguía cerrando la pesada puerta, mientras emitía un chirrido que crispaba. Sus pies le dolían y parecía que el camposanto se agrandase. 

Entonces, un inquietante golpe hizo eco. El gran portón se había cerrado. 

Solo. Estaba solo. Encerrado en un laberinto descarnado. No le habían escuchado. No daba crédito a aquello. 

De nuevo, en el ensordecedor silencio volvió a oir las voces lamentándose, ese sonido a la madera, ese esperpento en forma de chillido ininteligible. Al darse la vuelta todo cobraba otra realidad. Una irrealidad. 



En la penumbra de aquel lugar, en la noche que según la creencia popular los muertos se desempolvan los harapos y se levantan de sus tumbas, el joven era testigo de algo inconcebible. Ante él, cientos de cuerpos cadavéricos, esqueléticos, vestidos de todas las épocas lo miraban inexpresivos. Arrastrar de losas, un hedor a podredumbre, chascar de huesos, sollozos que procedian de cualquier rincón...


Era la gélida noche del uno de noviembre. Era el momento donde la muerte volvía a la vida.

Imágenes en sanfernandoyyo.blogspot.com, Islapasión y otros autores)